ras publicar su disco más maduro e iluminado, de Justin Bieber se esperaba un crecimiento similar en gira, pero del show que ha traído a Madrid y que ha extasiado a la concurrencia con una impresionante producción no se puede decir que haya mucho de él ni vivo ni en directo.
"Quiero recordar a todo el mundo que no importa quiénes seáis, de dónde vengáis o lo jóvenes que seáis, todos tenemos un propósito", ha dicho paradójicamente hacia el final de un concierto con mil elementos excepto el que más suele marcar la diferencia: el espíritu de su estrella.
A su paso por el Barclaycard Center no hubo golpes como el de la jornada previa en Barcelona a un fan; tampoco de los de gracia.
Con gafas, hierático, desganado y movimientos automáticos en las coreografías, el canadiense se ha mostrado durante casi todo el tiempo desconectado de los gritos de los más de 15.000 asistentes que agotaron hace 9 meses las entradas, muchas por encima de los 100 euros de precio.
A ello se suma un abuso de las voces pregrabadas que no se molesta en disimular, aunque no esté haciendo nada relevante sobre el escenario en ese momento. El sonido, al menos, resulta apabullante, entre las bases programadas y la banda que lo acompaña.
Lo mejor de su propuesta es sin duda el cuerpo de baile y una escenografía electrizante, con pantallas gigantescas que cubren hasta el hueco entre las dos alturas del escenario, largas pasarelas que se entrecruzan y una enorme cama elástica suspendida encima del público, sobre la que llegan a brincar once personas.
En respuesta, los chillidos dentro del recinto han resultado una vez más ensordecedores, especialmente cuando han sonado temas de su más reciente trabajo, "Purpose", como "Where Are Ü Now", "What Do You Mean?" y "Sorry" como broche a casi dos horas de concierto.
El propio artista demuestra una seguridad evidente en este álbum, pues en su actual gira, y pese a contar con tres discos de estudio previos, suenan 13 temas y dos bonus tracks en un repertorio de 21 canciones.
Aún con los presumibles resquemores de un medio serio a la hora de elogiar a un artista díscolo, en general antipático y catalogado hasta ahora de mero icono adolescente, NME destacó "el comienzo de la reinvención", The Guardian habló de "canciones interesantes" y The New York Times alabó su interpretación y una "visión clara" respecto al sonido.
En ese punto, todos coinciden en el buen trabajo de su productor, Skrillex, con el que desarrolló una consistente combinación de "dance", pop y toques de "tropical house", en unas coordinadas de sobriedad y minimalismo que le sientan muy bien al canadiense y que, como pasa con todo lo que funciona y es revolucionario, creó muchos imitadores.
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